22 enero, 2018

Amor: ni magia impide ni hachas talan





29.11.2017, A Coruña, Teatro Rosalía Castro. La ternura. Texto y dirección, Alfredo Sanzol. Reparto: Paco Déniz, El Leñador Verdemar; Elena González, La Reina Esmeralda; Natalia Hernández, La Princesa Salmón; Javier Lara, El Leñador Azulcielo; Juan Antonio Lumbreras El Leñador Marrón; Eva Trancón, La Princesa Rubí. Espacio escénico y vestuario,Alejandro Andújar. Iluminación, Pedro Yagüe, Director técnico / Iluminación, Juan Luis Moreno. Producción, Teatro de la Ciudad. Coproducción, Teatro de La Abadía.

“La Ternura en una comedia romántica de aventuras en las que intento contar que no nos podemos proteger del dolor que produce el amor.Que si queremos amar nos tenemos que arrriesgar a sufrir. Y que tampoco los padres pueden proteger a los hijos del sufrimiento de la vida porque eso pone en peligro la vivencia de una vida plena” (Alfredo Sanzol).

Esta sencillas palabras del autor resumen la esencia de La ternura; una obra inspirada en las comedias de Shakespeare a las que Sanzol alude, cita o menciona a lo largo del texto. Una comedia de aire isabelino, pues, en la que Sanzol permanece fiel al tema que tanto nos impactó en La respiración, comedia por la que ha recibido el último Premio Nacional de Literatura Dramática. Es decir, el amor y sus consecuencias.

Aunque sería más preciso hablar de las consecuencias del desamor. Porque no es otra cosa el mensaje que Sanzol emite para quien quiera captarlo, a través de la antena reemisora-amplificadora del espacio, escénico con destino  a quien quisiera escucharlo entonces o quiera hacerlo ahora. Y si La respiración era, en sus propias palabras,  “un regalo” para cuantos de alguna manera se hayan visto tocados por el amor”; o para quien tuviera “el pabellón de la autoestima en lo más alto gracias al amor” o “en lo más bajo gracias al amor”, La Ternura, tambien según Sanzol, “es un regalo para todos aquellos que andan en su busca”. En definitiva, una obra que reivindica esa necesidad de amar y ser amado que es inherente a la condición misma del ser humano.

Lo que con otras palabras plasma Ramón Sampedro (Porto do Son, 1943 -Boiro, 1998)  en ¿Volveremos a vernos?, uno de los poemas de su Libro Cuando yo caiga [1].

Porque llevamos grabado en la memoria
un mensaje irrefrenable de sentirnos poseídos y poseer”.

Es decir, exactamente, lo que se niegan a reconocer los personajes “mayores” de La ternura: que ésta (el amor) es una necesidad completamente humana.

La Reina Esmeralda y el Leñador Marrón han sufrido terribles experiencias amorosas y esto los ha llevado en algún momento a intentar aislar a sus descendientes (varones los de él, mujeres las de ella) de cualquier contacto con el sexo “enemigo”. No opuesto ni contrario, ni mucho menos complementario. No, no: enemigo.


Lara, Lumbreras y Déniz

Él se fue hace años con sus hijos a vivir a una isla despoblada, tratando de evitarles cualquier contacto con las mujeres, de las que hace una descripción capaz de espantar al más bragado, tanto por su supuesto aspecto terrorífico como por lo que él considera insoportable carácter e incomprensible modo de actuar.

Ella, “reina y un poco maga”, aprovecha el viaje junto a sus hijas en la Grande y Felicísima Armada [2] para librarlas de una vez por todas de la influencia y hasta de cualquier presencia humana masculina. También narra como horrible su experiencia con los varones, si bien sus palabras hacen más una síntesis de la situación de abuso y menosprecio sufridos de continuo que, como hace el Leñador Marrón, un dibujo de horrores físicos o extraños comportamientos.

Esmeralda viaja en la Armada “Invencible” con sus hijas para que éstas formen parte de un arreglo político posterior a la prevista batalla, algo que formaba parte de los usos políticos del momento y que Esmeralda resume en una frase lapidaria:

“La guerra da el relevo a la política y no sé cual de las dos es responsable de más víctimas”.

El plan maestro de Esmeralda es pronunciar un conjuro que hará hundir la Arnada y transportarñá a ella y a sus hijas a una isla deshabitada y desconocida por los varones, la habitada por los tres leñadores, naturalmente, a partir de lo cual la función se convierte en un continuum de situaciones y diálogos de la mejor estirpe cómica.

Hernández, González y Hernández

La función es un grande y divertidísimo homenaje a Shakespeare. La mención explícita en el texto a sus comedias y continuas citas de sus textos salpimentan el texto para darle una magnífica sazón de comedia isabelina. A lo largo de la representación se suceden sonrisas, risas y carcajadas casi sin parar y a su fin el público sale con esa sonrisa floja y esa mirada brillante que permitiría calificarla de obra divertida incluso a quien no hubiera asistido a ella.

El espacio diseñado por Alejandro Andújar es de gran sencillez: apenas unos tocones de árbol y unas pocas y sencillas herramientas como atrezzo y unos telones colgados en el fondo, dotados éstos de unas aberturas que permiten la entrada y salida de escena de los actores. Algo que da alas a la imaginación del espectador: barco, cueva, bosque o volcán son algunos de los ámbitos en que se desarrolla la trama y facilita una coreografía idónea para la comedia.


Cena en la cueva de los leñadores

 Todo ello permite a Sanzol desarrollar su espléndida dirección de actores, perfilando cuatro caracteres bien diversos en los hijos y una moneda -que como todas tiene anverso y reverso- con los de sus progenitores. Y que es, claro está, una misma pieza acuñada con los mismos, opuestos y dolorosos troqueles.

Porque estos personajes son tan shakespearianos como actuales y son aquello precisamente por ser también esto. Me explico: si hay algo que a mi modo de ver caracteriza a Shakespeare es precisamente el retrato de los caracteres de sus personajes como seres humanos. Y los seis de la ternura –aun situándolos en una comedia con lenguaje y situaciones asimilables a finales del siglo XVI- son, por sus preocupaciones y personalidad, perfectamente asumibles como de este primer cuarto del XXI.

Valga como excelente muestra de lo arriba escrito, el monólogo de la Reina Esmeralda al despertar a sus hijas en el buque que las transporta a Inglaterra (para que sus matrimonios de conveniencia sirvan a los intereses de Estado de su tío Felipe II). Todo un manifiesto feminista de perfecta actualidad del que entresaco una frase que puede resumir el carácter y origen del personaje:

“Somos usadas como moneda de cambio. Hasta hoy la resignación era el campo sobre el que derramaba mis lágrimas, y en él han crecido la ira y el rencor”.

En el mismo monólogo, Esmeralda describe a sus hijas sus intenciones para resolver positiva y favorablemente el futuro de las tres:

“Mi plan es éste: ordenar la tempestad que hunda esta Armada para libraros del fatal destino que el rey desea para vosotras. Voy a ganar vuestra libertad haciendo que el rey pierda su Gran Armada”.

Deseo ambivalente y sólo cumplido en su parte más negativa, a partir del cual, del despiste en la provisión de alimentos y del larguísimo inventario de comestibles que se quedaron en el barco, la frase “tengo un plan” desatará la risa del público.

Mientras, en la isla supuestamente desierta, Marrón canta las alabanzas de su vida sin mujeres contando a sus hijos el alivio de su ausencia:

“Nadie ha querido cambiar nuestro carácter, ni nadie ha querido que adivináramos sus pensamientos. Nos hemos dormido en mitad de una conversación importante sin sufrir castigo por ello...

A partir de ahí, el enredo de situaciones, la magia manipuladora de una frente a la sencillez rayana en simpleza de los otros y  los equívocos de todo tipo, incluidos los de identidad del sexo de los personajes femeninos, se suceden sin parar durante dos horas largas que se hacen bien cortas. Ese oxímoron temporal que, en las artes escénicas, sólo los grandes logran resolver a su favor y al del público.


Ellas, defendiéndose como soldados

La actuación -ese producto del trabajo conjunto de actores y director- es absolutamente redonda y coral, como su merecido éxito. La Reina Esmeralda de Elena González bascula entre su misantropía y sus planes fallidos, hasta el punto de que desde la primera o la segunda vez que dice “tengo un plan” el público anticipa las risas. Su acctuación tiene la mejor comicidad, esa que se logra desde la más severa seriedad en voz y gesto.

Su contraste es el Leñador Marrón de Juan Antonio Lumbreras, que goza su retiro de la feminidad desde la más absoluta sencillez pero es capaz de hurtar un importante secreto al conocimiento de sus hijos. El enfrentamiento final entre ambos “mayores”, por cierto, queda un tanto abierto a la intepretación del espectador, dejando el positivo sabor que en el teatro puede dejar lo indefinido.

Enfrentamiento final entre Esmeralda y Marrón


Hay un momento, hacia el final del nudo de la comedia, en el que la actuación conjunta –nunca mejor dicho y, como decía Mayra, “hasta aquí puedo leer...”- de González y Déniz adquiere niveles del más alto virtuosismo al servicio del texto. En su excelencia actoral llegan incluso a confundir al espectador más avisado.

Los cuatro hijos dan verdadera vida a sus personajes: El Leñador Verdemar de Paco Déniz enfrenta su sencilla y casi tierna rudeza al espíritu más delicado de su hermano Azulcielo. Éste, representado por Javier Lara en un delicioso contraste entre físico y carácter, expresa dudas e inquietudes que, seguramente, son tanto o más deudoras de Hamlet que de las comedias aquí homenajeadas.

Los hijos bajo el manto mágico


Las princesas tienen también su punto de contraste. La Rubí de Trancón muestra una especie de “soltería a su pesar”, talante que expone bien a las claras al inicio de la obra, cuando replica a su madre:

“La isla es preciosa, madre, pero tengo más de cuarenta años. La fortuna con los hombres nunca me ha acompañado. Aunque lo deteste, deja que acabe mis días junto al Conde de Lancaster”.

Esta soltería no exactamente voluntaria habrá de hacerle sucumbir a los designios de la naturaleza frente a los maternos.

La Princesa Salmón de Natalia Hernández es, en cambio, un portento de verdadera y serena ingenuidad pero no duda en el uso de tretas para su acercamiento a Azulcielo antes del desenlace. Éste -que se vuelve completamente frenético- es provocado, cómo no, por la realización siempre chapucera de “un plan” de Esmeralda. Lo que provoca, como era de justicia esperar, que la interminable carcajada del público que lo acompaña y subraya se resuelva sin solución de continuidad en una ovación larguísima ovación cuajada de gritos de ¡bravo!.

A los que desde aquí me uno con entusiasmo.






[1] Cuando yo caiga (Edicións Xerais, 1998)

[2] Nombre real de la flota más conocida como Armada Invencible, hundida por un temporal en 1588 cuando trataba de destronar a Isabel I de Inglaterrra, como respuesta de Felipe II de España a la ejecución de María Estuardo.

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